PILUCA

Nadie entendió jamás por qué sus padres decidieron elegir aquel nombre; Piluca. Para ellos, no era de incumbencia pública. No era ni de lejos un nombre africano, como lo eran los de sus hermanos, ni tampoco español por lo de que su tierra fuera en un momento colonizada por españoles golosos. Españoles que abren mucho la boca y los ojos atónitos, cuando descubren que en la tierra de donde viene Piluca, allá en la África subsahariana, se habla y se escribe en castellano. Españoles que supieron explotar a los antepasados de Piluca, aprovechando al máximo sus recursos naturales y dejando en contraprestación, la creencia en el evangelio y en un mundo futuro agradable para los negritos subyugados, el whisky y a leer y a escribir el español.

A Piluca no le importa los problemas del mundo, ella necesita con urgencia su documento de residencia y por eso decide irse a casa temprano para acostarse. No trabajará por la noche y por eso apaga el móvil que utiliza exclusivamente para ese fin y con el suyo particular, escribe en su grupo del “curro” del whatsapp, un mensaje antes de decidir que va siendo hora de volver a casa. En el mensaje pide a sus compañeras, en caso de que preguntaran mucho por ella, que le cubrieran las espaldas con alguna mentirijilla que tuviera que ver con su familia en África.

Piluca se despide de Vanesa y la amiga nueva que va con ella. Una amiga que Piluca ha preferido ignorar durante toda la cena en el Burguer King de Parque Sur.

—  ¡Fabo okiri! ¡Hasta mañana!—  Se despide mientras corre hacia la boca de metro de Julián Besteiro.

A Piluca, muchacha bantú de labios voluptuosos y trasero prominente, no le importa hablar la lengua de sus antepasados en presencia de blancos juiciosos. Es más, muchas veces lo hace por puro gusto de contemplar el careto de las mujeres mayores cuando va en tren, o en algún autobús concurrido. Casi siempre aprovecha las conversaciones telefónicas para hablar gritando en lengua fang, o  mientras cuenta a sus amigas alguna anécdota divertida que hace que se rían salvajemente sin importarles en absoluto el lugar, la hora o el tiempo.

Decíamos que se despedía de sus amigas, a regañadientes, porque le habría gustado trabajar esa noche y conseguir su parte del alquiler antes de que Betina le diera la patada. Cuando enfila las escaleras mecánicas, desentierra el Iphone del bolso de imitación Gucci, revisa su instagram, su facebook, su snapchat, de nuevo su facebook, su whatsapp, al que dedica poquísimo tiempo porque no acaba de entrar el mensaje que a ella le interesa. Después, vuelve de nuevo al whatsapp y escribe en varios grupos que hacen que sonría bobalicona mientras las escaleras comienzan a morir bajo sus pies. Todo eso, en una fracción de tiempo muy corta.

Cuando se apea de las escaleras mecánicas, siente que le falta algo, de modo que, cierra todas las ventanas del móvil pulsando cuidadosamente el botón de home de su Iphone, (no vayan a rompérsele las uñas postizas), posteriormente, abre la aplicación de la música y reproduce la lista que llamó unos meses antes, “MOVIDA”. Enseguida comienza a vibrarle en el oído, la instrumental de Baedo de Place Angels. Luego, vuelve a pulsar el botón de home para minimizar la pantalla de la música y guardar el móvil en el bolsillo de su plumas azul.

El último tren no tarda en llegar, solo trece minutos desde que decidiera sentarse en uno de los fríos asientos de la estación. Sumida en su música y la mirada perdida en ninguna parte, llega el tren  ahogando por un momento su música y despertándola de su letargo.

Se sube al tren, seria, taciturna, con la mirada proyectada en ninguna parte y los reflejos y la costumbre empujándola a ocupar el asiento de siempre, el de la esquina del vagón. A penas hay gente. Se sienta y mastica el silencio envuelta en una nube melódica que responde al nombre de Narkelly Pana. Pero su ensimismamiento termina cuando irrumpen varios chicos en el tren, jaleando y hablando en pichi. Son cinco chicos, tres negros y dos blancos. Enseguida deduce que los chicos negros, son guineanos, aunque no les conoce de nada. Por la forma en la que van vestidos, parece que se van de fiesta y eso le trae un sentimiento nostálgico que hace que se acuerde de Vanesa, pero en sus recuerdos también se cuela la amiga de esta y se le quitan las ganas.

Tras observar momentáneamente a Piluca, uno de los chicos blancos se desvincula del grupo y camina con paso firme hacia Piluca. El ritmo de su corazón se incrementa levemente. Ella piensa que es mono, suficientemente alto para salir de fiesta con él con los tacones que quisiese. Tiene el pelo castaño, los ojos verdes y una nariz bastante puntiaguda, pero que no desentonaba en absoluto con su cara. Viste un abrigo negro Michael Kors, una camisa azul y unos tejanos rotos grises. Calza unas botas negras con los cordones desmandados. Avanza hacia ella sin que ninguno de sus amigos lo acompañara con la mirada, como si no les importara en absoluto y tuviesen cosas más importantes de las que hablar.

Cuando llega a donde está Piluca, se detiene, se apoya en una de las barras de sujeción del tren y se queda ahí, quieto, fulminando con la mirada a Piluca que se mueve nerviosa sin mirarlo. Al cabo de unos segundos, se dibuja una delgada línea en los labios del joven que observa complaciente a Piluca. Ella, ruborizada perdida, desvía su mirada al teléfono que sujeta nerviosa. Ella, gusta que los hombres la observen, pero aquel chiflado lo está haciendo durante un tiempo bastante largo y a Piluca no se le ocurre ningún plan de disuasión, tiene miedo de hablar porque piensa que le saldrá voz de pito o simplemente un grito. No sabe qué hacer, no sabe a dónde mirar, le entran ganas de despuntarse las uñas, pero no va a hacerlo en presencia de su observador. Mira el nombre de la nueva estación y se da cuenta que aún quedan varias paradas hasta la suya. Está nerviosa, muy nerviosa, pero también es Piluca, mujer bantú de sinfín de recursos.

Cansada de sentirse acorralada, decide enfrentarse a la mirada del chico que la observa. Cuando levanta la vista para desafiarle, se da cuenta que le gustan sus facciones, su sonrisa bobalicona, su porte, su estilo, su figura. Piluca decide cerrar la boca y desviar de nuevo su mirada a su teléfono…y luego a sus manos….y luego en los ojos vidriosos de su observador.

El observador no vacila y pide el divorcio a la barra a la que se aferraba como un político al voto, camina lentamente hacia Piluca y, antes de sentarse, pregunta a lo que queda de Piluca que lo mira nerviosa.

—  ¿Puedo sentarme?

La voz del observador abofetea su cara y hace que vuelva a la realidad de la que había huido despavorida cuando sus nervios bajaron la guardia. Esta realidad a la que ha vuelto, permite que responda sin titubear al observador.

—  Hay…hay….muchos asientos vacios, ¿Por qué quieres sentarte precisamente en este?

A pesar de la mirada juzgona que le dedica Piluca, el observador deja caer su cuerpo en el asiento, pero lo hace de forma ruidosa y eso hace que Piluca lo miré sorprendida. Después de recuperar la compostura, estira salvajemente las piernas y las manos, y mientras lo hace, abre la boca y exagera un bostezo. Piluca sonríe fugazmente.

—  Quiero verte mejor, los movimientos del tren no dejan que lo haga desde ahí.

—  ¡Qué gentil de tu parte! ¿Quieres una medalla ahora o prefieres la parte en la que saco mis manos de la chaqueta y te harreo una hostia para que le vayas a mirar a tu abuela?

El observador arquea una ceja y luego, sonríe.

—  A mi abuela no le gustará que me harrees esa hostia y tampoco que me quede a mirarla, podría confundir mis intenciones.

Piluca lo observa en silencio y luego le responde.

—  Pero…. ¿De dónde sales, chaval?

El observador vuelve a sonreír.

—  De aquí, de ahí, de la tierra misma.

—  De un psiquiátrico querrás decir.

—  ¿Sueles ser así de borde con los negros también?

Piluca lo mira como si hubiera dicho una mentira sobre la paz mundial.

—  ¿Así ligáis ahora los blancos a las negras, acosándonos en silencio y haciéndoos los graciosos?

—  ¿Blanco? ¿Quién te dijo a ti que soy blanco?

—  ¡Necesitas ver a un psiquiatra pero ya! El psiquiatra que trata tu locura ahora, te está estafando.

El observador pone cara tristona y finge llorar. Piluca lo mira aturdida y sin apenas darse cuenta, se echa a reír, contagiándole también al observador. Ambos se ríen y por fin llaman la atención de sus amigos que los miran confusos.

—  Soy blanco de piel y negro de espíritu.

—  Tu vienes de otra galaxia, chaval. Te juntas con negros y tienen que ser, encima, guineanos.

—  A estos africanos entiendo perfectamente cuando hablan, por eso me junto con ellos desde los doce.

—  ¿No te gustan los blancos de tu barrio o qué?

—  Es complicado de explicar. ¿Haces muchas preguntas no? Ahora soy yo quien se siente acosado.

—  No necesito acosarte.

—  ¿Qué subidita no?—  Piluca vuelve a sonreír. —  ¿Así ligáis ahora las negras a los blanquitos, tratando de sonar misteriosas?

—  Puede…

Sonríe, pero al rato se da cuenta de que la próxima parada es en la que se tiene que bajar y se levanta mientras el observador sigue sonriendo por su último comentario.

—  Me bajo aquí. —  anuncia Piluca.

—  ¿Qué me dices?

El rostro del chico se tuerce en protesta, él se pone de pie y despega los labios para hablar.

— Creo que debería acompañarte. Me gustaría tener mi buen acto del día contigo, quiero que mi psiquiatra y mi abuela estén orgullosos de mí.

Piluca vuelve a sonreír.

­—… Además, no puedo permitir que vayas sola por las calles de Móstoles a estas horas, podrías asesinar a alguien con esos labios y yo tengo que proteger a esas personas que siguen en la calle.

Piluca sonríe de nuevo, mira de reojo a los amigos del observador y le espeta.

—  Sé cuidar de mí misma, gracias.

En realidad Piluca desea que se baje con ella, pero no va a decírselo, no va a ponérselo tan fácil y por eso le ha preguntado, mirando de reojillo a sus amigos, si decidía quedarse con ellos o si en verdad iba a acompañarla.

—  Se ve muy bien que te cuidas bien, pero no te estoy pidiendo permiso.

Una fugaz sonrisa se dibuja de nuevo en sus labios. Ella se acerca a la puerta y presiona el botón de “abrir”, aún faltándole al tren, varios minutos todavía para hacer su chirriadora entrada en la estación de Móstoles Central. Parece tener prisa por salir de la jaula del tren, prisa por huir del embaucador que frustra incesantemente, todos sus planes de evasión.

—  Acabas de insuflarme ganas de acompañarte, si las de antes no eran suficientes. — termina diciendo.

—  ¿Po…po…por qué hablas así?— Responde la versión bobalicona de Piluca.

Piluca sonríe y el observador se aleja de ella en silencio, sin dejar de mirarla, hasta darse de espaldas con uno de sus amigos, que lo empuja y lo acribilla verbalmente con insultos de los últimos días. Hablan, sonríen, echan miradas furtivas a Piluca. Ella se ruboriza, se encoje de hombros y vuelve la mirada al frente. Decide que es el momento de subir su música y comienza a tararear, pero sin ritmo, torpe, sin ganas, sintiéndose observada, totalmente descompasada como Ortega Cano morao, mientras su cerebro se agita de culpas y reproches…. “¡No, joder, no, esta canción no!… (Cambia la música agitando nerviosa el teléfono)… ¿Qué? ¿Missy Elliot ahora?… ¡No, no, no…!

Deja de agitar el teléfono cuando siente que se acerca el observador. Se destapona los oídos y luce su mejor sonrisa para recibirle. Detrás de este, siguen sus amigos con la conversación que tenían, instantes previos a que los molestaran, probablemente de sexo y de fútbol, piensa ella.

El tren deja de chirriar y se abren las puertas con un sonido caprichoso que precipita al vacío los nervios de colegiala de Piluca. Ambos se miran nerviosos, sonríen disimuladamente y comienzan a perseguir la salida del metro, en un principio en silencio, luego con miradas furtivas que mueren al instante, sonrisas que se dibujan pero que no se terminan de pintar, intenciones que desaparecen donde nacen. Un tren que se despide con arañazos chirriantes y un atrio frío y solitario que hace que sus voces suenen diferentes cuando comienzan por fin a hablar.

— ¡Hola!

— ¡Hola!

Ambos sonríen.

—  Por cierto, mis amigos me suelen llamar  Leo.

—  ¿Y cuando no te llaman Leo, qué te dicen?

—  Leo, también.

Piluca vuelve a sonreír, pero no dice nada hasta que alcanzan la salida que los recibe con una gélida ráfaga de viento que les recuerda el invierno en primavera.

—  ¿No creerás que me acompañarás hasta mi casa, no?

—  No te he perdido permiso.

Piluca es toda sonrisa. No detiene a Leo y ambos comienzan a serpentear las calles de Móstoles en una conversación que permite que ambos jóvenes pierdan las formas, la compostura, la buena educación y se adentren en temas más sustanciales, sobre todo cuando descubren que a ambos les apasiona la música.

—  ¿El Kung Fú? ¿Estás de broma?

Leo no puede dejar de sonreír, incitado por la rabieta de Piluca.

—…Eso sería como juntar biológicamente ADN del maestro Yoda y el Voldemort pequeñín, desnudo y en cuclillas de la cuarta película de Harry Potter.

Leo está al borde de la asfixia y por eso inhala ruidosamente, una gran bocanada de aire frío que ralentiza los golpetazos de su corazón.

—  ¿Todas las guineanas hablan como tú?

— ¿Y todos los niños blancos de papá piensan que sería bueno para la humanidad, mezclar música Kizomba y el noble arte del Kung Fú? Tú no eres de este planeta y además, insisto en que deberías cambiar de psiquiatra, el que tienes es un timo. No te esta currando, te está marchitando las neuronas.

Leo disfruta con la pataleta infantil de Piluca, de sus analogías frikis y de su pintoresco sentido del humor. Su risa necesita tomar prestada otra cara, porque la suya no es lo suficientemente amplia para albergarla. Está tan absorto que apenas se da cuenta de cómo lo observa Piluca que sonríe disimuladamente, esperando poder mirarle directamente a los ojos. Al cabo de un rato, Leo deja de reírse y se irgue para mirar a Piluca. Ella tiene que alzar su cara para poder quedar sometida por los ojos vidriosos del observador. El viento frío de Móstoles susurra en los árboles del parque del Cuartel Huerta, a escasos metros de donde vive Piluca. Ambos se acercan en silencio, con miedo al rechazo, escuchando únicamente el runrún de los árboles que los observan haciendo la ola.  Piluca busca el consentimiento de Leo en sus ojos vidriosos. Cuando lo encuentra, se acerca, se estira y lo besa en el murmullo de los árboles.

Hacía tiempo que Piluca había besado de verdad. Hacía tiempo que Piluca había dejado claro que no era buena para ningún hombre. Hacía tiempo que Piluca se ganaba la vida acostándose con muchos hombres en un club de Leganés. Hacía tiempo que Piluca dejó de soñar con la vida de su madre, de sus hermanas o de las amigas que no sabían a qué se dedicaba. Hacía tiempo que Piluca no dejaba que nadie que le gustara, entrase en su vida. Hacía tiempo que Piluca usaba y tiraba a los hombres que la atraían física y sexualmente. Pero ahí está, entrelazada con un desconocido llamado Leo, un chico diestro besando, tanto como para despertar en ella, sensaciones muertas, sepultadas, olvidadas. Un sentimiento que se manifiesta en su bajo vientre que se tensa hasta recibir descargas que intensifican la pasión de los besos.

La mente de Piluca le asesta un chute de realidad que hace que se separe bruscamente de Leo. Él se asusta porque el rostro de Piluca ha cambiado de repente. Siente que ha abusado de su confianza y se acerca para disculparse, pero Piluca se aparta de sus manos retrocediendo varios pasos hacia atrás.

—  ¡Lo siento, me he dejado llevar!—  musita el joven con semblante descompuesto.

—  ¡Creo que debería irme!

Piluca se sube la cremallera del abrigo, se da la vuelta y se aleja veloz, dejando ahí a Leo que la observa marcharse en silencio, quieto parao, confundido, preguntándose qué había hecho o dicho mal. Al cabo de un rato mirando la oscuridad por la que se había perdido Piluca, Leo decide abandonar el parque. Hunde las manos en los bolsillos de su abrigo y abandona desolado el parque.

Piluca no quiere sentir nada por ese desconocido al que acaba de besar apasionadamente en el parque de su barrio. Piluca no quiere tener que enamorarse para luego tener que explicar cómo se gana la vida y porqué lo hace de esa manera, ya ha pasado por esa situación y su mente no quiere repetir. Un trabajo que en principio iba a ser breve, pero que, por desavenencias de la vida, estaba alargándose más de lo pensado inicialmente. Piluca necesita estar centrada en sus objetivos, a corto y a largo plazo. Piluca no necesita distracciones y aquel loco del tren podría ser el padre de todas mis distracciones. Por eso se ha marchado, dejándole petrificado ahí, sin su móvil, sin su facebook, sin nada más que su nombre. Leo.

 

6 comentarios en “PILUCA

    1. La obra no tiene nombre, entre los que lean cada semana, decidirán el título de la novela. Pero eso no será posible hasta el capitulo cinco, donde la historia ya habrá rodado un poco más. Muchas gracias

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