Mami Watá

Esembë  era un chico normal y corriente de Malabo que vivía en Bisinga, un pequeño barrio de Elá Nguema. Tenía una perra a la que llamaba Pausini y con la que llegó a tener una relación complicada de explicar. No era muy diferente al resto de los vecinos de su edad. Bebía alcohol como un poseso, fumaba banga marihuana en la playa y hacía pequeños estajos en los almacenes de Martínez Hermanos, cuando conseguía que le incluyeran en las listas de estajistas.

A él no le gustaba que le llamaran por su nombre de “bautismo”, Telesforo, puesto que le recordaba mucho a su padre, aquel que murió de intoxicación etílica en un bar que había en frente de su casa. Además de beber y de fumar, a Esembë, como el resto de sus vecinos, le gustaba practicar sexo, mucho sexo. Ni él ni sus amigos utilizaban protección, gustaban hacerlo a pelo (konami  piel con piel), era la mejor manera de practicarlo, aunque conllevase riesgo de embarazo que los chicos corregían viniéndose sobre el estómago de la chica de turno.

Esembë  era un galán sin querer serlo. Gustaba mucho a las chicas y por eso había descubierto el sexo a muy temprana edad. A los doce años, en el interior de una casa en construcción, Pitusa, de dieciséis, lo desvirgó. Desde entonces practicó tanto sexo que pronto dejó de ver las ventajas de hacerlo. Perdió interés por las mujeres y se aisló en el trasfondo de su habitación consumiendo porno salvaje que sí parecía satisfacerlo.

De la noche a la mañana, Esembë  se había convertido en un asiduo consumidor de porno que descargaba en el cyber que había al lado de su casa. Uno regentado por un ciudadano chino que casi siempre estaba en sin mangas, viendo alguna película china con subtítulos en chino o jugando a algún juego con muchos orcos y brujos. De cuando en cuando, el amigo chino, se levantaba para echarse un cigarrillo que ahumaba toda la sala o se iba a la cocina contigua a preparar arroz y sofrito de olores extravagantes que casi siempre levantaban el hambre a Esembë. En aquel cyber, descargaba videos que después  consumía en la soledad de su habitación. Su voracidad fue tan grande que, los videos pornográficos convencionales dejaron de excitarlo, haciendo que la imaginación de Esembë  le exigiera un poquito más.

Viendo un video por equivocación, descubrió que le gustaba el sexo entre pastores alemanes y mujeres occidentales que se dejaban penetrar por sus mascotas. Aquella extraña experiencia hizo que su relación con Pausini cambiara para siempre. Solo su hermana supo acerca de esa perversión, pero no se lo dijo a nadie por la lealtad que profesaba a su hermano.

Las cosas se torcieron demasiado en Bisinga, el barrio costero de Elá Nguema donde se crió Esembë. Faltaba trabajo y la penuria seguía creciendo a pasos agigantados, dejando una estela de enfermedades incurables como la diarrea o el paludismo, que se cebaba, día sí y día no, con sus vecinos. En una montaña rusa de calamidades, Esembë  y sus amigos, comenzaron a oír rumores sobre vecinos que habían sido tan pobres como ellos, pero que de la noche a la mañana, habían conseguido mucho dinero y se habían largado despavoridos del barrio. Los doctorados en congosalogía, decían que estos vecinos se habían hecho ricos después de haber visitado a Mamí Watá, una sirena con poderes misteriosos que concedía todo lo que la pedían quienes la buscaban, a cambio de la vida de un familiar cercano y amado.

Algunos pensaban que eran habladurías infundadas, chismoteo de vieja, mero cuento para asustar a los jóvenes en las noches de apagón eléctrico. Esembë  era escéptico, pero con ganas de que fuera verdad para poder dejar aquel barrio y procurarse una vida mucho mejor lejos de él. El runrún de su cabeza le obligó a comprobar si el rumor tenía algo de cierto, total, no perdía nada por informarse. Su mejor baza era el papá Boïto, un señor al que tacharon de brujo y de acostarse con sus hijas en los días de tormenta, ¡vete tú a saber por qué!

Papá Boïto no solía hablar mucho con sus vecinos. Se sentaba delante de su casa, sobre un congosabench banquito y observaba el barrio en silencio, masticando en su mente, pensamientos oscuros que nadie imaginaba. Pensamientos que hacían que se riese o se cabrease sin motivo aparente. Aquella mañana en que se le acercó Esembë, él lo miró extrañado y luego desvió su mirada hacia la playa.

– ¡Buenas tardes, Ancul Boito! – le saludó mientras se sentaba a su lado.

–  ¡Hola Telesforo!

Esembë  arrugó la frente, pero no le importó demasiado que le llamara así. Él no quería sentarse mucho tiempo con aquel anciano por lo que fueran a decir sus vecinos, de modo que prefirió abordarlo enseguida.

– ¿Hay algo de cierto en las historias sobre Mamí Watá?

El anciano volvió a mirarlo con expresión arrugada y luego sonrió negando con la cabeza. Alzó la mirada hacia el muchacho deseoso de conocimiento y luego despegó los labios para hablar.

– ¡Claro que existen! ¿Tú también quieres probar si es real? ¿Estás listo para el sacrificio tan grande que se pide siendo tan joven?

– ¿El de entregar un familiar a cambio? – Preguntó sonriente – tengo muchos primos que no están haciendo nada con su vida.

Papá Boïto sonrió y luego le advirtió.

– Si decides hacerlo y sale mal, no digas ni tan siquiera mi nombre, porque lo negaré todo. Comenzáis preguntando y al final siempre lo hacéis y no sabéis las consecuencias de vuestros actos.

Sus labios enmudecieron tras su advertencia. Después, mirándole fijamente a los ojos le dijo.

–… Mira, tienes que saber que  estos seres no son entes físicos, no obstante pueden hacerse visibles si se reúnen ciertas condiciones. Una de las condiciones principales para invocarlas, es que el que lo haga sea varón. En caso de que fuera una mujer, la sirena acabaría ahogándola. – Volvió a sonreír, pero enseguida continuó – Otra condición esencial es que sea de madrugada, con luna llena y en una playa donde hubiese muerto algún bañista recientemente. – Hizo una breve pausa, carraspeó ruidosamente y posteriormente, continuó –. Mamí Watá es presumida y siempre lleva un peinado impecable, por eso, para invocarla, se necesitan cosas que despierten su interés. Nunca deben faltar: un espejo grande, un peine para cabello rizado, perfumes muy aromáticos, sal, un plato completamente blanco, aguja, monedas brillantes, incienso y velas rojas y blancas. Todos estos objetos son esenciales para que desee manifestarse. Una vez que se encienden el incienso y las velas, el que la invoca debe cerrar los ojos y llamarla tres veces por su nombre. Luego, debe abrir los ojos y si ha colocado cuidadosamente las demás cosas sobre el plato, ella se aparecerá y a cambio de los objetos, concederá un deseo.

Esembë  hizo varias preguntas al anciano que lo respondió encantado. Luego, se levantó y se marchó de la casa del anciano con un incómodo escalofrió recorriendo su cuerpo. Esembë  estuvo dándole vueltas a las palabras del anciano Boïto durante varios días. En ese tiempo, se imaginó cómo cambiaría su vida si sus palabras fueran ciertas. A qué barrio se mudaría, cómo vestiría, dónde viviría, cuánto fumaría con sus amigos, todo el porno que conseguiría descargar con una red de internet potente, cuántos coches tendría y sobre todo y muy importante para él y para cualquier chico de su barrio, a cuántas mujeres tendría a sus pies peleándose por su afecto y su dinero.

Sus pensamientos lo ensimismaron durante varias semanas en las que el miedo a lo desconocido hizo que no decidiera buscar a la sirena que concedía favores. Pero un día, aprovechando la muerte de un niño en la playa de Botulbeach, decidió aventurarse a probar la teoría del viejo Boïto. No tenía nada que perder, de modo que durante varios días, reunió todos los objetos que necesitaría para invocar a Mamí Watá y consultó en el almanaque mariano, el día de luna llena, puesto que no se fiaba del parte meteorológico que daban en las noticias locales.

La madrugada de luna llena, Esembë  bajó hasta la playa, mirando a todas partes por si acaso aparecía algún pescador o algún vecino que estuviese en ese momento aflojando sus intestinos entre las rocas de Botulbeach y arruinase su cometido. Afortunadamente no vio a nadie. Dejó cuidadosamente el plato y el espejo sobre una roca plana que estaba muy cerca de la orilla. Dentro del plato metió el peine, los perfumes, la aguja y las monedas brillantes. Cogió la sal y la esparció sobre los objetos. Posteriormente, encendió las velas y el incienso, cerró los ojos y dijo tres veces su nombre: ¡Mami Watá!, ¡Mami Watá!, ¡Mami Watá!

Antes de que terminara de decir su nombre, escuchó un chapoteó en el agua que le asustó e impulsó a abrir los ojos. Cuando lo hizo, vio el mar en calma y eso le estremeció. Pero al instante, cuando empezaba a contemplar la idea de haber hecho mal el ritual, vio asomarse la cabeza de una mujer de pelo oscuro y rizado. Su corazón comenzó a latir con fuerza, mientras  una parte en su cerebro daba saltitos de alegría por su hallazgo. La mujer comenzó a acercarse a la orilla donde estaba lo que quedaba de Esembë. Para su estupor, aquella mujer no tenía una cola como se había imaginado. Tenía piernas y podía caminar perfectamente. Iba completamente desnuda y sus andares, hicieron que Esembë  retrocediera hasta caerse de culo en la arena negra de la playa. Su boca enmudeció y un miedo incierto le cubrió con un aura cargante, escalofriante, electrificante, asfixiante, paralizante. Ella se acercó a él, interponiéndose entre Esembë  y la luna.

– Me has llamado, aquí estoy. – anunció solemnemente.

Su voz retumbó en la cabeza de Esembë que buscó en su mente las palabras para responder a la espléndida mujer que tenía delante.

– ¡Ho…hola! – consiguió decir con voz temblorosa.

– Me llamaste, aquí estoy, ¿qué quieres de mi?

La mente de Esembë se vació por completo, pero pronto comenzó a llenarla con las cosas que había soñado obtener de Mami Watá si finalmente era cierta su historia. No quiso seguir con la boca cerrada por si aquella mujer decidía marcharse por donde había venido.

– Quiero dinero, – comenzó a decir – mucho dinero. Tanto dinero que nunca me vaya a faltar.

– ¿Eso quieres? – le preguntó entornando los ojos. – porque si es eso, yo te lo puedo dar sin ningún problema.

– Eso quiero. – Se apresuró a decir.

– Si eso quieres, eso te daré.

Una sonrisa cargante se dibujó en los labios de Esembë, pero tuvo que recomponerse enseguida para pensar con claridad a quien de su familia iba a dar en ofrenda.

– ¿Y tú, sabes lo que yo quiero? – le espetó.

– ¡Claro que sí! – Ahogó una risita – A mi primo Chelvín. – respondió con expresión afligida.

Esembë  sabía que nadie echaría excesivamente de menos a su primo. Chelvín tenía muy mala reputación en el barrio y particularmente en su familia. Era un consumado bebedor, cleptómano de poca monta y se había intentado suicidar varias veces por lo desdichada que era su vida. Era el candidato perfecto para Esembë.

Mamí Watá se echó a reír tras sus palabras de Esembë.

– ¡No! – le respondió después de recuperar la compostura  – Te quiero a ti.

– ¿A mí? – La cara de Esembë  se convirtió en una mueca de perplejidad – ¿Por qué a mí? No entiendo. Es decir, ¿me vas a llevar a mí contigo? Porque si es así, la culpa no es mía, es del tío Boïto. – trató de expiarse.

El aire cargante de antes comenzó a producirle calor, haciendo que la felicidad desbordante que comenzaba a sentir se tornara en pavor.

– No te voy a llevar a ninguna parte, – trató de calmarlo – únicamente tienes que ser mi novio. Serás mío y yo te daré todo lo que necesites: dinero, salud, riquezas y felicidad, mucha felicidad. – Hizo una pausa y concluyó – siempre que tú quieras, claro está.

Esembë  pareció tranquilizarse. Aceptó la proposición de Mamí Watá afirmando con la cabeza. “No será tan difícil” – pensó él.  Entonces, Mamí Watá se acercó al asustadizo Esembë, se agachó y comenzó a besarlo. Esembë  se quedó a cuadros. No se imaginó en ningún momento que, besaría a Mami Watá y que sería la experiencia más gustosa que jamás tuvo en su vida. Más placentero que ir cargado en brazos en una procesión cristiana en semana santa. Sin tiempo de pensar, ella lo empujó sobre la arena y se subió a horcajadas sobre él, poseyéndole ahí mismo y haciendo que los ojos de Esembë  quisiesen salírsele de sus cuencas. El placer de estar dentro de ella no se asemejaba a nada de lo que había sentido en toda su vida. Esembë, se vino reiteradas veces en un espacio de tiempo muy corto.

Al cabo de un rato, ella se retiró y se alejó del cuerpo jadeante de Esembë, volvió al agua y desapareció en el mar.  Él, en cambio, permaneció varios minutos en la arena, respirando agitadamente y sonriéndole a la luna, como si esta le volviese tonto.

Tras recuperar su cordura, se subió los pantalones y se alejó de la playa lo más rápido que pudo, también mirando a todas partes por si le había visto alguien.

Durante varias semanas, Esembë  estuvo más preocupado por volver a ver a aquella mujer que en recibir las riquezas por el acuerdo que firmaron sobre la arena negra de Botulbeach. Se olvidó completamente del porno, haciendo que Lee, el chino de su cyber favorito, lo mirara con retintín siempre que salía fuera a fumar y lo encontraba sentado con los demás chicos del barrio. Durante un tiempo perdió el apetito, las ganas de fumar, de beber o de trabajar. Aquella mujer le había desarmado para siempre y le estaba costando superarlo. Varias semanas después, su madre, harta de su parsimonia, le consiguió un pequeño estajo en el supermercado Guinaco. Poco a poco, comenzó a alejarse de su versión decaída, haciendo que se preguntara si lo que había pasado en aquella playa fuese fruto de su prodigiosa imaginación.

En aquel supermercado donde trabajaba de reponedor, conoció a Begoña, una compañera con la que conectó enseguida. Ambos desconocían lo que realmente sentían el uno por el otro, pero pronto lo sabrían cuando decidieron quedar fuera del trabajo para tomarse unas cervezas. Durante la velada, en un pequeño bar cerca del supermercado, hablaron de resistencia alcohólica, resistencia sexual, política, religión, fútbol, familia e hijos y resistencia sexual de nuevo, en ese orden. Nunca antes había hablado tanto con una mujer, no necesitaba tanta conversación para llevarlas a la cama. Ambos acordaron prolongar su conversación en la nueva casa de Esembë, en Marina, otro barrio de Elá Nguema.

No iban muy borrachos cuando llegaron al room and pala de Esembë. Afortunadamente había corriente eléctrica, por eso se apresuró en poner la música a todo trapo para ahogar los futuribles gemidos de Begoña. Ambos jóvenes no se pararon a contemplar el salón, el cuerpo les pedía otra cosa, de modo que se fueron directamente a la habitación y comenzaron a besarse y a desnudarse. Cuando estuvieron a punto de consumar el acto, Esembë,  tuvo una especie de deja vú muy real. Percibió el olor de la sirena a la que visitó en la playa. Begoña lo regañó y cuando se dispuso continuar lo que había parado, sintió la presencia de alguien más en su habitación. Cuando quiso incorporarse, escuchó que le susurraban al oído: “eres mío, ¿lo recuerdas?”. En ese momento, apareció Mamí Watá de la nada y con una daga bastante extraña, degolló a Begoña que salpicó de sangre las sábanas y paredes de la habitación de Esembë. Éste, soltó un alarido y salió de la habitación como alma que lleva el diablo. Corrió hasta la carretera principal, gritando como si hubiese visto un fantasma. Para su desgracia, los militares lo vieron pasar también desnudo y ensangrentado, de modo que lo apresaron, lo abofetearon y le pidieron explicaciones sobre lo ocurrido, en ese orden. Él contó la historia de forma distorsionada, omitiendo su encuentro en la playa con Mamí Watá y asegurando que una mujer salió de debajo de su cama y mató a la reponedora de Guinaco. Los militares no vieron seguridad en sus palabras, de modo que le instaron a vestirse y lo trasladaron directamente a Black Beach, a espera de un juicio. Trató de razonar con ellos, pero solo consiguió que siguieran golpeándolo.

Una vez que entró en el calabozo que le asignaron y de que se hubieran apagado las luces, ella volvió a aparecer. Antes de que pudiera decir nada, ella lo empujó al suelo y volvió a poseerlo sin que él pudiese objetar, pues en su subconsciente, lo deseaba tanto o más que su libertad. Cuando terminaron, ella volvió a desaparecer y él cayó en un profundo y placentero sueño que lo alejó de los nubarrones grises que se empezaban a cernir sobre él.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, descubrió varios fajos de billetes morados en los cuatro bolsillos de sus pantalones. Su cara era un poema y la expresión lánguida con la que entró en la celda, cambio drásticamente. Más cambió, cuando un policía le abrió la puerta y le gritó.

– ¡Tú wä, sal, eres libre!

Y de esta manera, comenzó la tormentosa vida de Esembë  que poco a poco iremos desgranando. Es a juicio de ustedes creer o no creer en las supersticiones africanas.

 

 

 

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