DE LOS PRODUCTORES DE NADA ES LO QUE PARECE, NO TODO LO QUE BRILLA ES ORO…

Se abre el telón y se ven los alrededores del Santiago Bernabeu, tomada por los  hinchas del Real Madrid que lucen, orgullosos, sus camisetas personalizadas para manifestar, también orgullosos, la fidelidad a un equipo, a unos colores y a un jugador en particular, si así lo desean. En el centro de la escena, hay cuatro hombres: dos son españoles y los otros dos, son negros (no se  les puede llamar por su nacionalidad, son negros y punto). Los negros ofrecen unas entradas a los españoles, a cambio de dinero. En medio de la transacción, entran en escena, cinco policías secretas que los flanquean en  todas las direcciones,  anulando cualquier resquicio para salir corriendo. Los cuatro son abordados. Al cabo de un rato, los españoles entregan las entradas a los secretas y echan a andar, alejándose del cordón policial en el que estaban.

Los negros son esposados y  llevados a comisaría, entre protestas y discusiones que alarmaron a todos los que vieron como metían a los delincuentes en el coche policial secreta que aguardaba muy cerca del estadio.

La verdad es que, visto así, tiene pinta de ser una redada exitosa para los policías, pero lo cierto es que, nada es lo que parece y para saberlo, espera a mi siguiente post. Buenos días.

Estos dos chicos negros fueron llevados a la policía. Los bajaron del coche de malas maneras. Uno de los policías llegó a patear los pies de uno de ellos que trastabilló y cayó al suelo, trayendo la indignación manifiesta en el que seguía de pie. Este, se encara con uno de los secretas que termina diciéndole, entre otras cosas que, cuando le grita “negro de mierda”, no se refiere a que es una caca negra, sino que no le gusta el color que luce su piel porque no es cosa buena; es negra, como los chuletones quemados de su hermana, da yuyu, mal fario como los gatos, aprensión y nostalgia por una época de caudillo, decisión invariable.

Aquel rifirrafe terminó con ambos negros delante de un mostrador marrón, engullido astralmente, por un señor que rondaba la cincuentena y las revisiones periódicas del corazón, colon y próstata. Este les pidió cortésmente que se dejasen cachear para averiguar qué ocultaban sus bolsillos. Dos policías ejecutaron el deseo del señor del mostrador. Uno de los cacheadores se extralimitó en la comanda del jefe y terminó, literalmente, tocando más de la cuenta los cojones de uno de los negros, trayendo nuevamente, indignaciones manifiestas en ambos africanos.

A uno de ellos, le sacaron un Samsung 7 del bolsillo, un mechero, cuatro euros en monedas de un euro y una cartera. En ella había cuatro fotos, todas del mismo niño, cuatro tarjetas de crédito, un DNI español con la foto del menda y sus circunstancias vitales y dos billetes de metro de diez viajes cada uno. El policía le miró por encima del hombro y se alejó. En los ocultos del otro negro, extrajeron únicamente, un papel doblado y dos mil cuatrocientos euros, en billetes de cien, cincuenta y veinte.

– ¿Pueden explicarme desde cuando revenden entradas y quien o quienes se las proporcionan? – preguntó el hombre del cuadradillo.

Antes de que pudiesen responder, aquel  señor continuó hablando.

– ..van a pasar a disposición judicial por…

En aquel momento, los dos negros protestaron, a voz en grito. Lo hicieron en  español (lengua oficial del país de donde venían, Guinea Ecuatorial), aunque para los policías parecía que hablaran en lingala.

La historia no termina aquí, porque se pone aún más interesante, porque la verdad era que nada es lo que parece y aun así, ahí estaban, a punto de pasar por un juicio rápido por algo que se podía explicar perfectamente, pero que no les dejaron hacer, porque cuando se trata del color de la piel de sujetos como estos, hay que medirlos con otro rasero.

Los dos guineanos pasaron la noche en el calabozo de la policía de Chamartín. El día siguiente también, puesto que hubo altercado entre los hinchas del derbi que se jugaba en el Santiago Bernabeu y necesitaron toda la ayuda posible para controlar a los revoltosos…o eso les comentaron. Durante esos días, les dieron agua cada cuatro horas para que mantuvieran el tipo, a pesar de sus reclamaciones en español, en fang y en un francés que daba mucho que desear.

Fueron juzgados la mañana del martes y defendidos por un abogado roñoso que fumaba más que en una liga de maestros. Era de oficio y no quería escarbar demasiado, por lo que, les sugirió que pagaran los dos mil euros de multa que exigía el juez y que siguieran su vida, apartados de la mala vida que estaban llevando. Tras barajar las posibilidades de éxito que tenían, aceptaron el trato y les permitieron llamar al hermano de uno de ellos que acudió laudo a las dependencias policiales de Chamartín para pagar la deuda, en medio de quejas y amenazas judiciales.

Papú, más conocido como Peque Wambo y su primo Nenito (Ponciano Marciano, en la cédula de bautismo), decidieron ir a ver jugar a los equipos de su vida: Papú era fan acérrimo del Madrid y su primo, del Barcelona. Durante su adolescencia en Bata, ambos pasaban horas discutiendo sobre aspectos del fútbol que realmente no interesaban, pero sí compartían ellos dos. Aquella tarde fueron al estadio del Madrid, porque nunca habían estado antes. Papú, incluso, había venido desde Malabo para verlo en directo con su primo, su amigo, el mejor acompañante para un choque tan decisivo, tan importante ahora que ganaba tanto dinero y se lo podía permitir.  Por las dos entradas tuvo que pagar quinientos euros aproximadamente. Llegaron puntuales al recinto, abarrotado de hinchas que cantaban enérgicamente y bebían cerveza como posesos.  Aguardaron una larga fila, con sus emociones a flor de piel por lo que estaban a punto de vivir. Cuando llegaron a cabeza de fila, no solo encontraron a los controladores de entradas y a los de Prosegur, sino también, a agentes  de la policía nacional y de la Guardia  Civil que intervenían los documentos de identidad de quienes entraban en el recinto deportivo, para evitar situaciones hostiles durante el choque.

Nenito desenterró de su bolsillo trasero, su cartera,  del que extrajo su DNI español, complaciendo al policía que le asintió satisfecho, tras verificar, con walkie talkie incluido, los datos del muchacho que lo miraba rebosado de nervios irreprimibles.

Cuando le tocó el turno a Papú, sacó un papel plegado del bolsillo que extendió al policía. Este, lo fusiló con mirada profunda y confundida. Desplegó el papel. Para su desconcierto, encontró en él, la fotocopia del visado del menda y otra copia de los datos personales que venían recogidos en la segunda página del mismo pasaporte. El policía arqueó la ceja antes de mirar a Papú y espetarle:

— ¿Qué es esto?

Papú también arrugó la cara antes de responderle.

— La copia de mi pasaporte y mi visado. Me han dicho que debía andar mejor con la copia, para evitar que se pierda el original, por eso he hecho la copia.

El policía buscó comprensión mirando a sus compañeros que miraron a otro lado, dejándole total libertad para manejar aquella situación. (cito textualmente)

— ¿Crees que estamos en la jungla para que te asalten por un pasaporte?

Resumiendo lo obvio, aquello fue un interrogatorio, de respuestas en monosílabos, terminando con ambos jóvenes fuera del estadio e intentando quitarse cien euros por las dos entradas que les habían costado quinientos hacia solo tres días. Se cierra el telón.

 

FRONTERAS

Aeropuerto de Barajas, Madrid

Eyenga y Willy caminan hacia la zona de facturación del aeropuerto internacional de Barajas. Van cogidos de la mano y ambos empujan un caro de aeropuerto con tres maletas extra grandes. Charlan sonrientes sobre Madrid, sobre su asfixiante calor en verano y su invierno gélido y exasperante para los que vienen del África subsahariana. Hablan de su tráfico en hora punta, de su tamaño respecto a la ciudad de donde vienen, del metro, de la atención al cliente, de las mujeres blancas que odian sentarse al lado de un negro por razones psicológicas que aún no han superado, a pesar de predicar la tolerancia. Hablan de su gente, de su política, de sus oportunidades laborales. También de su comida, de sus bares, de sus restaurantes, del trato que dan a sus clientes, de sus hoteles, de la tele, de la radio… Conversan con añoranza de la capital de España, porque uno de ellos se va de Madrid esta mañana.

Se vuelve a Malabo, la ciudad donde nació y creció. Son conscientes de que no es Europa y de que las cosas ahí son sutilmente diferentes. Tan sutiles como hablar de un clima que permite únicamente dos estaciones a lo largo del año, en las que la lluvia y el sol mantienen tormentosas discusiones que vomitan sobre la tetera de sus habitantes. Es un lugar donde el tráfico no tiene hora punta fija y los insultos entre los conductores parecen exigirse en autoescuela. Es una ciudad pequeña, muy pequeña, todos conocen a todos. No tiene metro, no hay cabida. Su Atención al Cliente aún necesita que se trabaje desde muy abajo. Como en España, tiene mercados, aunque con una sutil diferencia: los precios de los productos que se traen de Nigeria y Camerún, los establecen las habilidades regateadoras del vendedor y el cliente. Sus mujeres sí gustan sentarse en compañía de hombres negros y de cualquier parte del mundo; no son juiciosas como las madrileñas, sólo ambiciosas. Es una ciudad de gente murmuradora, donde es habitual echar las tardes bebiendo cerveza en “buena” compañía, viendo fútbol o teniendo sexo…mucho sexo. Sexo que se compensa con una gastronomía muy diversificada por la mezcla multiétnica que hay en Malabo.

Su televisión y su radio se alejan de su época oscura. Esa en la que se repetía hasta el agotamiento “El rey León”, “Xena, la princesa guerrera”, “Los siete niños afortunados” “El bueno, el malo y el feo”, “El inspector Callahan”, “Los tutifruti” “Érase una vez, el cuerpo humano”, Instinto Básico” (omitiendo las escenas controvertidas), “Llama a John”, que así se llamaba la versión guineana de Terminator, “Los tres mosqueteros” (versión dibujos animados), “Doce del patíbulo”, una o dos películas de Cantinflas, Bud Spencer y algunos videos musicales de Maelé, Luis Mbomío y la irrepetible Euma.

Eyenga y Willy facturan las tres maletas y se alejan del bullicio de los guineanos que murmullan en alto.  Dejan de andar cuando llegan a un lugar más tranquilo donde se detienen y se miran en silencio, abandonando súbitamente la conversación sobre Madrid y Malabo. Una mirada con la que se dicen hasta luego y con la que reafirman varias promesas que se han hecho desde el momento en que supieron que se tendrían que separar. Van a pasar de estar siempre juntos a estar separados por cinco mil kilómetros que han decidido combatir con Skype y Whatsapp. La separación les resulta difícil, aunque ambos evitan decirlo en esa mirada.

Willy es quien se va. Su tío le ha conseguido un trabajo en una empresa de hidrocarburos que opera en Malabo. La manera más sencilla de conseguir trabajo ahí, sigue siendo con un buen enchufe de por medio; por méritos propios es un poco más difícil, aunque no imposible. A diferencia de otras personas a las que se las enchufa, Willy se siente muy capacitado para ejercer el trabajo que le han conseguido, puesto que tiene que ver directamente con los estudios que ha cursado. Como él, siguen habiendo muchos jóvenes que tienen la suerte de encontrar trabajo sin tan siquiera despeinarse, gracias a familiares, amigos y amigos de familiares.

Él ansía formar parte de ese nutrido grupo de estudiantes guineanos que vuelven a su tierra para levantarla con trabajo y sacrificio. Jóvenes que se ensombrecen según llegan a Malabo y se topan con la oportunidad de hacer dinero de cualquier manera, subiéndose sobre quien o lo que sea y faltando a los principios éticos y morales que les enseñan en el extranjero. África is different.

Eyenga, en cambio, tiene que quedarse en Madrid durante varios meses más, por lo menos hasta que defienda su proyecto final de carrera. Los dos coinciden en que hay más oportunidades en Malabo, España seguirá bailando en el círculo vicioso de izquierdistas y derechistas durante varios años y esa incertidumbre generada por la crisis no permite planificar una vida en la península. Además, ambos han cursado carreras con miles de titulados españoles en paro, no serán ellos, dos negritos de ojos vivaces, los que vayan a conseguir el trabajo en la rama en que se han especializado. Guinea no es muy grande, tiene pocos licenciados y está en construcción, por tanto hay más posibilidades para los jóvenes guineanos con estudios superiores, conseguir un trabajo más o menos en condiciones, independientemente de la burocracia y los salarios.

Willy sólo lleva seis años en España, pero desde hace tres, vive con Eyenga en un piso de Leganés. No ha tenido muchos problemas para licenciarse en Minas y Energías y sacarse el Máster en energías renovables. Su padre y su negocio de cacao han permitido sus estudios. Él es el último de cinco hijos y el primero en ir a la universidad. Las expectativas eran muy altas y no quería defraudar a su anciano padre que ha sabido motivarlo, retarlo y aconsejarlo lo suficiente durante toda su vida.

Eyenga, en cambio, ha vivido más tiempo en España que en Guinea. Durante veintidós años concretamente. A pesar de vivir de forma permanente en Madrid desde que tenía dos años, ha ido con regularidad a Malabo y a Bata desde que cumplió siete, aprovechando las vacaciones de navidad y de verano.  Aún así, no tiene muy buena relación con su familia de guinea, ni tampoco con la tía con quien creció en España.

– Te voy a echar mucho de menos – dice Eyenga antes de que se estire para besar a Willy en los labios y posteriormente, abrazarlo.

– Yo a ti también, pequeña.

Willy se esfuerza por no desplomarse y estrecha con firmeza a Eyenga entre sus brazos. El silencio vuelve a aparecer entre los dos. Minutos después, Willy se despega y decide invitarla a caminar hacia la pasarela en zigzag que hay antes del control de aduanas de la T4. Cuando llegan a la zona, se vuelven a mirar con ojos centelleantes, se abrazan de nuevo y se despiden con un intenso beso. Él recorre la pasarela hasta llegar al control, donde se descalza e introduce sus pertenencias en una cesta verde que pasa por “la máquina de descubrir asuntos turbios”. Él vuelve la vista atrás y ahí sigue Eyenga, de pie, sonriendo y haciéndole caritas de pez. Cuando llega al otro lado del control, se vuelve a calzar y con la mano, se despide de Eyenga y desaparece en las profundidades de la T4. Eyenga se da la vuelta y llorando, camina hacia el parking, se sube a su monovolumen y conduce hasta casa por inercia, pues los pensamientos alborotan en su mente con imágenes que terminan en soledad.

El avión de la compañía ecuatoguineana “Ceiba Intercontinental”, no tiene nada que ver con el de Iberia al que se subió Willy hace un par de años para ir a Europa. De hecho, es el mismo que sigue cubriendo las distancias entre Madrid y Malabo. Un avión muy mayor para los tiempos que corren. Es frio, ruidoso, sin distracción y con un baño encarcelatorio. Es muy diferente a los aviones de la compañía que vuelan a otros lugares; aviones de último modelo, con baños menos claustrofóbicos, con asientos más cómodos, Wifi gratuito y azafatas que ponen de manifiesto, la belleza ibérica.

El nuevo avión de la compañía ecuatoguineana, Ceiba, le duplica o triplica en número de pasajes, es más cómodo y un poco más actualizado que el Boeing de la época parietal que lo llevó a Europa. Willy parece impresionado con la adquisición que han hecho los de Ceiba, independientemente de los retrasos y alquileres particulares de los que ha oído hablar. Durante el viaje ve varias películas en las pantallas adheridas a los asientos de cada pasajero. Películas que le llevan a breves cabezaditas, cuando no está paseando sus pensamientos sobre las nubes que observa en silencio, a través de las ventanillas. En ese paseo, siente de cuando en cuando una punzada en el estómago que le recuerda lo cerca que está de Malabo.

De cuando en cuando, alza la vista hasta uno de los monitores del avión para ver en qué parte de África se encuentra. Acción que hace que su corazón caiga en picado y su cuerpo se electrifique con escalofríos que lo recorren desde la base de la cabeza hasta los empeines. Esta cada vez más cerca de casa y un poco más alejado de Eyenga, a quien recuerda con nostalgia.

Cuando llegan a Malabo, ha anochecido y él se ha quedado totalmente dormido. Cuando se despierta, el rótulo de AEROPUERTO INTERNACIONAL DE MALABO deslumbra su vista. Su corazón vuelve a precipitarse al vacío. Los pasajeros, también nerviosos y murmurando en alto, han hecho una larga fila en los pasillos. Sí, tiene más pasillos (tomen nota, agentes de Iberia). Algunos tienen ya sus equipajes de mano y como una procesión, avanzan lentamente hacia la salida. Algunas señoras riñen en fang a sus nietos o hijos, acción que hace sonreír a Willy recordándole que está en casa, está en Malabo.

Es el último en salir del avión. Lo primero que ve y alegra su regreso, son las estrellas que centellean en el cielo. No están solas, las acompaña una luna redonda, brillante  y rodeada de un halo de luz que le transmite sentimientos difíciles de explicar. Está en Malabo, ¡claro que está en Malabo! El cielo congestionado de Madrid jamás le permitiría ver una imagen como esa. Él se ha detenido a tutear a la luna con mirada perpleja. Sonríe y sigue el camino que marca la pasarela, dándole la espalda a la luna y a sus acólitos hasta encontrarse con la cola de la fila que espera rendir cuentas diplomáticas a los agentes de fronteras. Él espera nervioso su turno.

Cuando le llega el turno, le toman las huellas de sus dedos índices. Después, le piden que mire a una cámara y que permanezca quieto. Lo que no le dicen es que estaría varios minutos con la misma cara esperando a que le tomen la foto, alternando su vista entre el objetivo de la cámara y el rostro agrio del policía que le dice reiteradas veces: “espera….espera….espera, esto solía fallar a veces”. Willy, más que crisparse, trata de ahogar la risa que intenta escapársele del hueco de sus labios, recordándose que ahora se encuentra en otra situación y el humor, muchas  veces, no se interpreta como uno piensade manera correcta.

Cuando le hacen la foto, otro policía le pide que se abra de piernas sobre las huellas de un pie del cuarenta y seis para proceder al escáner de patógenos del Ébola con un aparatito que colocan a la altura de su boca. Afortunadamente da negativo (lo que se cabría esperar si se viene de Europa), le sellan el pasaporte y le permiten acceder a la zona de equipajes donde siguen aguardando todos los pasajeros del vuelo, murmurando en alto, muy alto. Busca un hueco entre los pasajeros para colocarse cerca de la cinta de las maletas que debía estar moviéndose ya, piensa él en silencio: “el aeropuerto de Barajas es prácticamente Malabo entera. Si ahí salen tan deprisa las maletas, aquí que el avión está al lado de la zona de equipajes, tarda una eternidad”.

Aguarda varios minutos hasta que con un fuerte estruendo, la cinta comienza a moverse y las primeras maletas comienzan a desfilar alertando a todos los pasajeros que se apresuran a colocarse estratégicamente al lado de la cinta.

Willy se da cuenta de algo novedoso que no había en el aeropuerto cuando vivía todavía en Malabo y es que, ahora no dejan entrar a nadie del exterior para evitar que éstos se apropien de las maletas de los pasajeros. Todos esperan fuera de la zona de equipajes, apoyados en los cristales y saludando con gestos efusivos, a pasajeros que responden con gestos sin palabras.

Willy alterna su vista entre la cinta y la zona exterior por si ve a su padre o algún otro familiar que viene a recogerlo. No ve a nadie. Muchos pasajeros consiguen pronto sus maletas y caminan hacia la zona de inspección, donde con un cúter, abren sus maletas para ver si intentan meter en el país, objetos o sustancias perseguidos por la ley. Varios pasajeros no se paran en ese control porque van con gente a los que no se exige este tipo de obligaciones. Otros, pasan billetes de francos o de euros de tapadillo a los inspectores de aduanas que hacen la vista gorda.  Willy sonríe y observa el vaivén del aeropuerto, mientras sigue esperando a que aparezcan sus maletas.

Mira el bullicio del aeropuerto en silencio, mientras espera con los brazos cruzados sobre su pecho. Mira a las personas que abandonan todo su odio, todo su rencor, toda la desconfianza durante este breve momento en que bajan del avión y se encuentran con sus seres queridos. Observa a una joven pareja que se abrazan y se besan con efusividad, olvidando el hecho de que ella, (una conocida de Willy), le ha sido infiel más de una vez en el último año que han estado distanciados. Pero ahí están, besándose con todas las ganas del mundo. Y es que ahora, en ese preciso instante, eso no importa porque los dos se sienten aliviados al volver a estar juntos. “Ojalá todos se sintieran así más a menudo”, piensa él cuando por fin aparece sus maletas en la cinta. La pareja de enamorados abandonan la zona de equipajes, sin que antes, Rebeca se gire para despedirse de Willy en una mirada cómplice y silenciosa.

Otros no tienen la misma suerte que él, porque la cinta ha dejado de moverse y pronto comienzan a pedir explicaciones a todos los que aparecen por la zona con distintivos de la compañía. Ninguno parece saber, contestan con los hombros y con las manos abiertas. Un señor, aparentemente el encargado, les pide disculpas y les anima a pasarse en los días sucesivos para ver si llegan sus maletas en otro vuelo de la compañía.

Willy respira aliviado de encontrar sus tres maletas extra grandes. Mientras trata de apañárselas con sus maletas, escucha que lo llaman.

– ¡Wileló, Wileló!

Se da la vuelta enseguida y ve acercarse veloz a su hermano que lo abraza con fuerza. Él le corresponde con el abrazo, aunque poco después, se separan bruscamente. Ambos sonríen y se miran juzgando la complexión física de cada uno. Y es que, ni Willy, ni Papó, se han olvidado todavía, de ese triste suceso que pasó  antes de que él viajara a España. Pero están en el aeropuerto y como antes pensaba, es un momento neutral en que prefirió no mezclar los asuntos. Además, se alegraba de que alguien viniera a buscarlo.

– ¡Qué grande te has puesto, chaval! – le grita Papó.

– Tú sigues igual, pero con más estómago. – Le responde secante.

– ¿Ustin yu want? – se acaricia la tripa – na di castelden, diman son los casteles, tío.

Su hermano, abandonando la conversación, coge dos de las maletas y echa a andar hacia la salida. Él trabaja en el aeropuerto (Willy no sabe de qué realmente) y, con un gesto con la cabeza, pasa por delante de los controladores de equipaje que le devuelven el saludo.

En la calle, la noche sigue tan bella como la había visto desde la pasarela, solo enturbiada por unas nubes que han relegado a la luna a un segundo plano, consiguiendo un efecto aún más bello. Sus ojos recorren todo el aeropuerto y su párking, quedándose abrumado por los cambios que ve ver. No reconoce absolutamente nada, excepto el olor a Malabo, a suelo mojado. Respira con todas sus fuerzas, sin saber la trama intensa que le espera en Malabo. Él es un joven bubi con la mente menos congestionada que el resto de las personas que conoce y, además, tiene una novia fang que no se lleva nada bien con sus padres a quienes desconoce completamente y con quienes iniciarán una dura guerra de mentalidades que terminará despertando a varios demonios dormidos en hamacas de fuego, esperando ser despertados por la tontería europea.

 

Mami Watá

Esembë  era un chico normal y corriente de Malabo que vivía en Bisinga, un pequeño barrio de Elá Nguema. Tenía una perra a la que llamaba Pausini y con la que llegó a tener una relación complicada de explicar. No era muy diferente al resto de los vecinos de su edad. Bebía alcohol como un poseso, fumaba banga marihuana en la playa y hacía pequeños estajos en los almacenes de Martínez Hermanos, cuando conseguía que le incluyeran en las listas de estajistas.

A él no le gustaba que le llamaran por su nombre de “bautismo”, Telesforo, puesto que le recordaba mucho a su padre, aquel que murió de intoxicación etílica en un bar que había en frente de su casa. Además de beber y de fumar, a Esembë, como el resto de sus vecinos, le gustaba practicar sexo, mucho sexo. Ni él ni sus amigos utilizaban protección, gustaban hacerlo a pelo (konami  piel con piel), era la mejor manera de practicarlo, aunque conllevase riesgo de embarazo que los chicos corregían viniéndose sobre el estómago de la chica de turno.

Esembë  era un galán sin querer serlo. Gustaba mucho a las chicas y por eso había descubierto el sexo a muy temprana edad. A los doce años, en el interior de una casa en construcción, Pitusa, de dieciséis, lo desvirgó. Desde entonces practicó tanto sexo que pronto dejó de ver las ventajas de hacerlo. Perdió interés por las mujeres y se aisló en el trasfondo de su habitación consumiendo porno salvaje que sí parecía satisfacerlo.

De la noche a la mañana, Esembë  se había convertido en un asiduo consumidor de porno que descargaba en el cyber que había al lado de su casa. Uno regentado por un ciudadano chino que casi siempre estaba en sin mangas, viendo alguna película china con subtítulos en chino o jugando a algún juego con muchos orcos y brujos. De cuando en cuando, el amigo chino, se levantaba para echarse un cigarrillo que ahumaba toda la sala o se iba a la cocina contigua a preparar arroz y sofrito de olores extravagantes que casi siempre levantaban el hambre a Esembë. En aquel cyber, descargaba videos que después  consumía en la soledad de su habitación. Su voracidad fue tan grande que, los videos pornográficos convencionales dejaron de excitarlo, haciendo que la imaginación de Esembë  le exigiera un poquito más.

Viendo un video por equivocación, descubrió que le gustaba el sexo entre pastores alemanes y mujeres occidentales que se dejaban penetrar por sus mascotas. Aquella extraña experiencia hizo que su relación con Pausini cambiara para siempre. Solo su hermana supo acerca de esa perversión, pero no se lo dijo a nadie por la lealtad que profesaba a su hermano.

Las cosas se torcieron demasiado en Bisinga, el barrio costero de Elá Nguema donde se crió Esembë. Faltaba trabajo y la penuria seguía creciendo a pasos agigantados, dejando una estela de enfermedades incurables como la diarrea o el paludismo, que se cebaba, día sí y día no, con sus vecinos. En una montaña rusa de calamidades, Esembë  y sus amigos, comenzaron a oír rumores sobre vecinos que habían sido tan pobres como ellos, pero que de la noche a la mañana, habían conseguido mucho dinero y se habían largado despavoridos del barrio. Los doctorados en congosalogía, decían que estos vecinos se habían hecho ricos después de haber visitado a Mamí Watá, una sirena con poderes misteriosos que concedía todo lo que la pedían quienes la buscaban, a cambio de la vida de un familiar cercano y amado.

Algunos pensaban que eran habladurías infundadas, chismoteo de vieja, mero cuento para asustar a los jóvenes en las noches de apagón eléctrico. Esembë  era escéptico, pero con ganas de que fuera verdad para poder dejar aquel barrio y procurarse una vida mucho mejor lejos de él. El runrún de su cabeza le obligó a comprobar si el rumor tenía algo de cierto, total, no perdía nada por informarse. Su mejor baza era el papá Boïto, un señor al que tacharon de brujo y de acostarse con sus hijas en los días de tormenta, ¡vete tú a saber por qué!

Papá Boïto no solía hablar mucho con sus vecinos. Se sentaba delante de su casa, sobre un congosabench banquito y observaba el barrio en silencio, masticando en su mente, pensamientos oscuros que nadie imaginaba. Pensamientos que hacían que se riese o se cabrease sin motivo aparente. Aquella mañana en que se le acercó Esembë, él lo miró extrañado y luego desvió su mirada hacia la playa.

– ¡Buenas tardes, Ancul Boito! – le saludó mientras se sentaba a su lado.

–  ¡Hola Telesforo!

Esembë  arrugó la frente, pero no le importó demasiado que le llamara así. Él no quería sentarse mucho tiempo con aquel anciano por lo que fueran a decir sus vecinos, de modo que prefirió abordarlo enseguida.

– ¿Hay algo de cierto en las historias sobre Mamí Watá?

El anciano volvió a mirarlo con expresión arrugada y luego sonrió negando con la cabeza. Alzó la mirada hacia el muchacho deseoso de conocimiento y luego despegó los labios para hablar.

– ¡Claro que existen! ¿Tú también quieres probar si es real? ¿Estás listo para el sacrificio tan grande que se pide siendo tan joven?

– ¿El de entregar un familiar a cambio? – Preguntó sonriente – tengo muchos primos que no están haciendo nada con su vida.

Papá Boïto sonrió y luego le advirtió.

– Si decides hacerlo y sale mal, no digas ni tan siquiera mi nombre, porque lo negaré todo. Comenzáis preguntando y al final siempre lo hacéis y no sabéis las consecuencias de vuestros actos.

Sus labios enmudecieron tras su advertencia. Después, mirándole fijamente a los ojos le dijo.

–… Mira, tienes que saber que  estos seres no son entes físicos, no obstante pueden hacerse visibles si se reúnen ciertas condiciones. Una de las condiciones principales para invocarlas, es que el que lo haga sea varón. En caso de que fuera una mujer, la sirena acabaría ahogándola. – Volvió a sonreír, pero enseguida continuó – Otra condición esencial es que sea de madrugada, con luna llena y en una playa donde hubiese muerto algún bañista recientemente. – Hizo una breve pausa, carraspeó ruidosamente y posteriormente, continuó –. Mamí Watá es presumida y siempre lleva un peinado impecable, por eso, para invocarla, se necesitan cosas que despierten su interés. Nunca deben faltar: un espejo grande, un peine para cabello rizado, perfumes muy aromáticos, sal, un plato completamente blanco, aguja, monedas brillantes, incienso y velas rojas y blancas. Todos estos objetos son esenciales para que desee manifestarse. Una vez que se encienden el incienso y las velas, el que la invoca debe cerrar los ojos y llamarla tres veces por su nombre. Luego, debe abrir los ojos y si ha colocado cuidadosamente las demás cosas sobre el plato, ella se aparecerá y a cambio de los objetos, concederá un deseo.

Esembë  hizo varias preguntas al anciano que lo respondió encantado. Luego, se levantó y se marchó de la casa del anciano con un incómodo escalofrió recorriendo su cuerpo. Esembë  estuvo dándole vueltas a las palabras del anciano Boïto durante varios días. En ese tiempo, se imaginó cómo cambiaría su vida si sus palabras fueran ciertas. A qué barrio se mudaría, cómo vestiría, dónde viviría, cuánto fumaría con sus amigos, todo el porno que conseguiría descargar con una red de internet potente, cuántos coches tendría y sobre todo y muy importante para él y para cualquier chico de su barrio, a cuántas mujeres tendría a sus pies peleándose por su afecto y su dinero.

Sus pensamientos lo ensimismaron durante varias semanas en las que el miedo a lo desconocido hizo que no decidiera buscar a la sirena que concedía favores. Pero un día, aprovechando la muerte de un niño en la playa de Botulbeach, decidió aventurarse a probar la teoría del viejo Boïto. No tenía nada que perder, de modo que durante varios días, reunió todos los objetos que necesitaría para invocar a Mamí Watá y consultó en el almanaque mariano, el día de luna llena, puesto que no se fiaba del parte meteorológico que daban en las noticias locales.

La madrugada de luna llena, Esembë  bajó hasta la playa, mirando a todas partes por si acaso aparecía algún pescador o algún vecino que estuviese en ese momento aflojando sus intestinos entre las rocas de Botulbeach y arruinase su cometido. Afortunadamente no vio a nadie. Dejó cuidadosamente el plato y el espejo sobre una roca plana que estaba muy cerca de la orilla. Dentro del plato metió el peine, los perfumes, la aguja y las monedas brillantes. Cogió la sal y la esparció sobre los objetos. Posteriormente, encendió las velas y el incienso, cerró los ojos y dijo tres veces su nombre: ¡Mami Watá!, ¡Mami Watá!, ¡Mami Watá!

Antes de que terminara de decir su nombre, escuchó un chapoteó en el agua que le asustó e impulsó a abrir los ojos. Cuando lo hizo, vio el mar en calma y eso le estremeció. Pero al instante, cuando empezaba a contemplar la idea de haber hecho mal el ritual, vio asomarse la cabeza de una mujer de pelo oscuro y rizado. Su corazón comenzó a latir con fuerza, mientras  una parte en su cerebro daba saltitos de alegría por su hallazgo. La mujer comenzó a acercarse a la orilla donde estaba lo que quedaba de Esembë. Para su estupor, aquella mujer no tenía una cola como se había imaginado. Tenía piernas y podía caminar perfectamente. Iba completamente desnuda y sus andares, hicieron que Esembë  retrocediera hasta caerse de culo en la arena negra de la playa. Su boca enmudeció y un miedo incierto le cubrió con un aura cargante, escalofriante, electrificante, asfixiante, paralizante. Ella se acercó a él, interponiéndose entre Esembë  y la luna.

– Me has llamado, aquí estoy. – anunció solemnemente.

Su voz retumbó en la cabeza de Esembë que buscó en su mente las palabras para responder a la espléndida mujer que tenía delante.

– ¡Ho…hola! – consiguió decir con voz temblorosa.

– Me llamaste, aquí estoy, ¿qué quieres de mi?

La mente de Esembë se vació por completo, pero pronto comenzó a llenarla con las cosas que había soñado obtener de Mami Watá si finalmente era cierta su historia. No quiso seguir con la boca cerrada por si aquella mujer decidía marcharse por donde había venido.

– Quiero dinero, – comenzó a decir – mucho dinero. Tanto dinero que nunca me vaya a faltar.

– ¿Eso quieres? – le preguntó entornando los ojos. – porque si es eso, yo te lo puedo dar sin ningún problema.

– Eso quiero. – Se apresuró a decir.

– Si eso quieres, eso te daré.

Una sonrisa cargante se dibujó en los labios de Esembë, pero tuvo que recomponerse enseguida para pensar con claridad a quien de su familia iba a dar en ofrenda.

– ¿Y tú, sabes lo que yo quiero? – le espetó.

– ¡Claro que sí! – Ahogó una risita – A mi primo Chelvín. – respondió con expresión afligida.

Esembë  sabía que nadie echaría excesivamente de menos a su primo. Chelvín tenía muy mala reputación en el barrio y particularmente en su familia. Era un consumado bebedor, cleptómano de poca monta y se había intentado suicidar varias veces por lo desdichada que era su vida. Era el candidato perfecto para Esembë.

Mamí Watá se echó a reír tras sus palabras de Esembë.

– ¡No! – le respondió después de recuperar la compostura  – Te quiero a ti.

– ¿A mí? – La cara de Esembë  se convirtió en una mueca de perplejidad – ¿Por qué a mí? No entiendo. Es decir, ¿me vas a llevar a mí contigo? Porque si es así, la culpa no es mía, es del tío Boïto. – trató de expiarse.

El aire cargante de antes comenzó a producirle calor, haciendo que la felicidad desbordante que comenzaba a sentir se tornara en pavor.

– No te voy a llevar a ninguna parte, – trató de calmarlo – únicamente tienes que ser mi novio. Serás mío y yo te daré todo lo que necesites: dinero, salud, riquezas y felicidad, mucha felicidad. – Hizo una pausa y concluyó – siempre que tú quieras, claro está.

Esembë  pareció tranquilizarse. Aceptó la proposición de Mamí Watá afirmando con la cabeza. “No será tan difícil” – pensó él.  Entonces, Mamí Watá se acercó al asustadizo Esembë, se agachó y comenzó a besarlo. Esembë  se quedó a cuadros. No se imaginó en ningún momento que, besaría a Mami Watá y que sería la experiencia más gustosa que jamás tuvo en su vida. Más placentero que ir cargado en brazos en una procesión cristiana en semana santa. Sin tiempo de pensar, ella lo empujó sobre la arena y se subió a horcajadas sobre él, poseyéndole ahí mismo y haciendo que los ojos de Esembë  quisiesen salírsele de sus cuencas. El placer de estar dentro de ella no se asemejaba a nada de lo que había sentido en toda su vida. Esembë, se vino reiteradas veces en un espacio de tiempo muy corto.

Al cabo de un rato, ella se retiró y se alejó del cuerpo jadeante de Esembë, volvió al agua y desapareció en el mar.  Él, en cambio, permaneció varios minutos en la arena, respirando agitadamente y sonriéndole a la luna, como si esta le volviese tonto.

Tras recuperar su cordura, se subió los pantalones y se alejó de la playa lo más rápido que pudo, también mirando a todas partes por si le había visto alguien.

Durante varias semanas, Esembë  estuvo más preocupado por volver a ver a aquella mujer que en recibir las riquezas por el acuerdo que firmaron sobre la arena negra de Botulbeach. Se olvidó completamente del porno, haciendo que Lee, el chino de su cyber favorito, lo mirara con retintín siempre que salía fuera a fumar y lo encontraba sentado con los demás chicos del barrio. Durante un tiempo perdió el apetito, las ganas de fumar, de beber o de trabajar. Aquella mujer le había desarmado para siempre y le estaba costando superarlo. Varias semanas después, su madre, harta de su parsimonia, le consiguió un pequeño estajo en el supermercado Guinaco. Poco a poco, comenzó a alejarse de su versión decaída, haciendo que se preguntara si lo que había pasado en aquella playa fuese fruto de su prodigiosa imaginación.

En aquel supermercado donde trabajaba de reponedor, conoció a Begoña, una compañera con la que conectó enseguida. Ambos desconocían lo que realmente sentían el uno por el otro, pero pronto lo sabrían cuando decidieron quedar fuera del trabajo para tomarse unas cervezas. Durante la velada, en un pequeño bar cerca del supermercado, hablaron de resistencia alcohólica, resistencia sexual, política, religión, fútbol, familia e hijos y resistencia sexual de nuevo, en ese orden. Nunca antes había hablado tanto con una mujer, no necesitaba tanta conversación para llevarlas a la cama. Ambos acordaron prolongar su conversación en la nueva casa de Esembë, en Marina, otro barrio de Elá Nguema.

No iban muy borrachos cuando llegaron al room and pala de Esembë. Afortunadamente había corriente eléctrica, por eso se apresuró en poner la música a todo trapo para ahogar los futuribles gemidos de Begoña. Ambos jóvenes no se pararon a contemplar el salón, el cuerpo les pedía otra cosa, de modo que se fueron directamente a la habitación y comenzaron a besarse y a desnudarse. Cuando estuvieron a punto de consumar el acto, Esembë,  tuvo una especie de deja vú muy real. Percibió el olor de la sirena a la que visitó en la playa. Begoña lo regañó y cuando se dispuso continuar lo que había parado, sintió la presencia de alguien más en su habitación. Cuando quiso incorporarse, escuchó que le susurraban al oído: “eres mío, ¿lo recuerdas?”. En ese momento, apareció Mamí Watá de la nada y con una daga bastante extraña, degolló a Begoña que salpicó de sangre las sábanas y paredes de la habitación de Esembë. Éste, soltó un alarido y salió de la habitación como alma que lleva el diablo. Corrió hasta la carretera principal, gritando como si hubiese visto un fantasma. Para su desgracia, los militares lo vieron pasar también desnudo y ensangrentado, de modo que lo apresaron, lo abofetearon y le pidieron explicaciones sobre lo ocurrido, en ese orden. Él contó la historia de forma distorsionada, omitiendo su encuentro en la playa con Mamí Watá y asegurando que una mujer salió de debajo de su cama y mató a la reponedora de Guinaco. Los militares no vieron seguridad en sus palabras, de modo que le instaron a vestirse y lo trasladaron directamente a Black Beach, a espera de un juicio. Trató de razonar con ellos, pero solo consiguió que siguieran golpeándolo.

Una vez que entró en el calabozo que le asignaron y de que se hubieran apagado las luces, ella volvió a aparecer. Antes de que pudiera decir nada, ella lo empujó al suelo y volvió a poseerlo sin que él pudiese objetar, pues en su subconsciente, lo deseaba tanto o más que su libertad. Cuando terminaron, ella volvió a desaparecer y él cayó en un profundo y placentero sueño que lo alejó de los nubarrones grises que se empezaban a cernir sobre él.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, descubrió varios fajos de billetes morados en los cuatro bolsillos de sus pantalones. Su cara era un poema y la expresión lánguida con la que entró en la celda, cambio drásticamente. Más cambió, cuando un policía le abrió la puerta y le gritó.

– ¡Tú wä, sal, eres libre!

Y de esta manera, comenzó la tormentosa vida de Esembë  que poco a poco iremos desgranando. Es a juicio de ustedes creer o no creer en las supersticiones africanas.

 

 

 

BAR PANTALLA

Hubo una época en la que las historias urbanas en Malabo sustituían a la ficción de las novelas y películas que no llegaban a esta pequeña ciudad de Guinea Ecuatorial. Cuando el sol caía en el horizonte y la oscuridad inundaba los barrios de Malabo, los jóvenes malabeños, faltos de distracción, se reunían en los patios comunes de los barrios y contaban historias urbanas que a día de hoy, nadie ha podido corroborar como ciertas, ni tampoco como falsas. Seguir leyendo «BAR PANTALLA»

LEO

Leo decide abandonar el parque como un perro humillado, apaleado por la incertidumbre y la quemazón del desplante de Piluca. Abandonado en medio de un parque que desconoce, bajo las olas de los árboles que silban al viento enfurecido, Leo hunde sus manos en los bolsillos del abrigo y avanza con dirección a ninguna parte. Como si le hubieran dado un GPS cochambroso, vaguea sin rumbo por las calles de Móstoles, atormentado por el desplante tan incierto de la mujer bantú con sentido de humor peculiar. Seguir leyendo «LEO»

PILUCA

Nadie entendió jamás por qué sus padres decidieron elegir aquel nombre; Piluca. Para ellos, no era de incumbencia pública. No era ni de lejos un nombre africano, como lo eran los de sus hermanos, ni tampoco español por lo de que su tierra fuera en un momento colonizada por españoles golosos. Españoles que abren mucho la boca y los ojos atónitos, cuando descubren que en la tierra de donde viene Piluca, allá en la África subsahariana, se habla y se escribe en castellano. Españoles que supieron explotar a los antepasados de Piluca, aprovechando al máximo sus recursos naturales y dejando en contraprestación, la creencia en el evangelio y en un mundo futuro agradable para los negritos subyugados, el whisky y a leer y a escribir el español. Seguir leyendo «PILUCA»